María del Pilar Prieto - Profesora titular de Criminología - UNT

Hacia fines de la década del 80, cuando era fiscala, recuerdo que gracias a la denuncia de una madre logramos desarticular una secta que captaba chicos y los ponía a vender flores en determinadas esquinas. Todavía tengo presente la mirada perdida de uno de los adolescentes que rescatamos. Los alimentaban mal para debilitarlos mentalmente.

Pero en estos casos estamos hablando de otra realidad, donde no necesariamente hay una organización por detrás. Todos conocemos que hay una situación especial de estos chicos, que deben juntar una determinada cantidad de dinero para poder volver a la casa. De lo contrario, duermen en la calle. Tal vez algunos de ellos se escaparon del hogar por sufrir abusos o maltratos.

No es un tema de reacción. Tiene que haber una decisión de política criminal que se lleve adelante desde el Estado, ir a los domicilios de estos chicos y ver lo que está pasando. El trabajo tiene que ser llevado adelante por un equipo interdisciplinario. Estos chicos no necesitan un tratamiento, sino trato. Esos celulares que levantan, tal vez, los usen para cambiarlos por droga. Hace muchos años se trataba mejor el tema. Psicólogos y asistentes sociales salían a la calle a dialogar con los chicos, y conocer cuál era su situación.

Si cometen un delito, no siempre la solución es devolverlos a los padres. Hay que hacer una investigación, porque si los padres son la causa, lo que hacemos es entregarlos a lo que causa el problema. Y todo sigue igual.

Los chicos en situación de calle son un flagelo del que hay que ocuparse. Tomamos como algo natural que duerman en la calle. Pasamos caminando indiferentes. Tenemos que dejar de mirar para otro lado y decir que estamos bien. Son excluidos y no tienen posibilidad de volver al sistema si no los contenemos. Los miramos cuando nos levantan el celular, y no antes.